lunes, 21 de septiembre de 2009

Alvaro Cepeda Samudio



Una calle
Alvaro Cepeda Samudio
Situada muy estratégicamente, esta calle – que de haber estado en Londres o París tuviera ya su sitio en la literatura terrorífica – se presenta a los ojos del caminante de imaginación alada como un antro pavoroso de vandalaje y prostitución. Angosta en extremo, oscura y sucia, cercada por envejecidos edificios, es el escenario propicio para una novela dostoievskiana.

Pero, como todo en Barranquilla, está ausente de leyenda y tradición. Sólo aparece, tímidamente y de tarde en tarde, en las columnas que los diarios de la ciudad consagran a los “Casos de policía”.

El pavimento indolente presenta su cuerpo cansado y sucio al continuo ajetreo de los carros de mula, carretas de frutas y rara vez de un automóvil; los andenes, más jóvenes de la calzada, salpicados de barro y llenos de basura, miran sin interés los pies desnudos de los bogas y las pantuflas rotas en las vivanderas que se arrastran sobre ellos.

Hacia el lado izquierdo tres librerías de viejo, que guardan entre una barbería, que si tuvo las mismas ideas las abandonó hace años, muestra sus paredes empapeladas con “dominicales” amarillentos, su espejo que dentro de un marco Luis XV se esfuerza, a pesar de lo viejo, por reflejar fielmente las caras torvas de los parroquianos y su silla de oficio que pudo ser en otro tiempo blanca. Hojalatería y puertas cerradas complementan el lado izquierdo.

La noche cae en silencio. Las librerías y los otros establecimientos cierran sus puertas. Sólo las cantinas permanecen abiertas y de entre ellas el “tocadiscos” al mandato de los cinco centavos deja oír una escandalosa música. La mujer y el boga creen bailar. Así pasan las horas. La vida nocturna cesa cuando el policía de turno manda cerrar las cantinas; reina allí la calma. En los portales los vagos dormitan y uno que otro escándalo en un segundo piso interrumpe la tranquilidad de la noche.

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